Una vez, un
discípulo paseando por el recinto del monasterio donde era instruido, vio a su
maestro sentado en un banco contemplando el valle que se extendía a sus pies.
Llegando ante
él bajó la cabeza, saludando a su mentor, diciendo:
-
¡Buenos días, maestro! Hay algo
que querría saber y hasta ahora no he podido encontrar la respuesta.
El venerable le devolvió
el saludo y dijo:
-
Algún día yo ya no estaré.
(Pausa). Llevas ya un tiempo entre nosotros. Has aprendido y has sabido abrir
tu corazón y escuchar tu verdadera voz que habita dentro de ti. (Pausa). ¿Cómo
harías para encontrar la respuesta a tus preguntas?
-
Iría a otro maestro – le
respondió.
Entonces,
haciendo un pequeño silencio, el anciano lo miró y con los ojos bondadosos y
comprensivos hacia aquel joven que tenía delante, continuó:
-
Y así podrías ir buscando y
buscando hasta encontrar a alguien que te respondiese a aquello que nace dentro
de ti.
-
¡Sí! – dijo el chico.
El maestro
movió la cabeza como asintiendo las palabras del chico, pero sin dejar de mirar
el valle que estaba contemplando.
-
Llega un momento del camino que el
apoyo que tenías desaparece. ¿Sabes por qué? – le preguntó con una suave y
amable voz.
-
¿Por qué maestro?
-
Porque la semilla debe de
convertirse en fruto. ¿De qué serviría si siempre se la protegiese de las
inclemencias del tiempo y se guardase en una pequeña caja?
-
No es esta la finalidad de su
existencia – respondió el chico.
-
¡Bien!, veo que has aprendido –
dijo sonriendo el sabio, al ver que aquella alma ansiosa de aprender dio una
respuesta adecuada. Pues así sucede con cada uno de nosotros. No estamos aquí
para aprender y aprender, teniendo a alguien como Fuente. Hemos de encontrar
nuestra propia Fuente en nuestro interior. (Larga pausa).
A continuación
dijo:
-
¿Ves los pájaros volar? –
observando hacia la dirección donde se encontraban.
-
¡Sí! – respondió mirando hacia
ellos.
-
Pues ellos aprenden según ven y
sienten. Llega el momento que deben de valerse por sí mismos. ¡Y muy bien que
lo hacen! – dijo haciendo una sonrisa. Así tú, eres igual que ellos. Estás en
el nido hasta que llega el momento de volar por ti mismo, y este momento ya ha
llegado.
-
¡Basta amado maestro! ¡Si todavía
no sé todo lo que tú sabes! ¡Todavía debo de aprender mucho sobre mí y la vida!
-
Aprendiendo de ti, aprenderás de
la vida, y para aprender a sentir tu alma, solo te necesitas a ti. Escúchala y
sabrás lo qué te dice. (Pausa). Todo lo que has aprendido aquí es para que
aprendas a volar. Cuando ya lo sabes, debes de dejar que aquello por lo cual
has venido a hacer, sea llevado a término. Solo tú sabes lo que es.
-
Pero yo no sé lo que he venido a
hacer todavía.
-
El pájaro tampoco sabe lo qué
hacer en todas las situaciones que pueda encontrarse, pero ha aprendido a
volar, y es en los constantes vuelos que va haciendo, que aprende toda la
técnica del dejarse llevar por las brisas e ir donde encontrar su nuevo alimento.
(Pausa). Amado aprendiz y maestro de mi alma, no soy yo quien debe de indicarte
todas las decisiones que debes de tomar. Solo tú sabes del camino de tu tesoro.
Has aprendido a andar y a discernir. Ahora – continuó – debes de emprender el
vuelo para llegar a la finalidad de tu alma.
-
¡Pero yo no quiero dejarte,
maestro! – dijo el chico inquieto por lo que acababa de escuchar. Todavía tengo
que aprender mucho.
-
La dirección de tu vuelo es
diferente a la mía. Agradezco tu presencia en mí. Me siento honrado por estar a
tu lado durante todo este tiempo, pero el maestro debe de continuar su camino,
y el discípulo convertirse en el maestro que es, no en quién soy yo.
El chico quedó pensativo, y después de unos instantes el venerable anciano
se levantó del pequeño banco de madera en el cual se encontraba y se dispuso a
irse, cuando el joven le dijo:
-
¿Así ya no nos veremos?
-
¡Oh, ya lo creo que nos volveremos
a ver!, pero no será tal como nos vemos ahora.
Entonces dio
unos pasos y se detuvo.
El chico le observaba
y no apartó la vista de aquel ser tan amado por él durante todo aquel tiempo.
-
No tengas miedo de ser tú, porque
en el vuelo que harás te acordarás de mí y de todos aquellos que contigo hemos
estado. No estarás solo – finalizó diciendo y alejándose del joven aprendiz
preparado para mostrar el maestro que era, sin él saberlo.
Cuando el chico vio a su mentor a cierta distancia, le llamó:
-
¡Maestro!
Este se detuvo.
Giró la cabeza y vio como venía corriendo hacia él hasta llegar justo delante.
Entonces, el chico le abrazó y le dijo:
-
¡Gracias!
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