Paseando por un pequeño pueblo me
encontré sentado en una silla, a un hombre que sonreía a todo aquel que pasaba
ante él. La reacción de los paseantes era diversa según cada uno. Cuando yo
pasé ante él, me hizo una sonrisa y yo le devolví, haciendo un gesto de
consentimiento con la cabeza.
Al cabo de pocas horas, volví a
pasar justo por donde se encontraba aquel hombre y al cruzarme ante él, me
volvió a hacer una nueva sonrisa. Yo le devolví acercándome donde estaba.
-
Buenas tardes, buen hombre – le dije. ¿Me permite ponerme a su lado y
también sonreír a la gente?
Él, encantado, me hizo un lugar a
su lado, entrando en su casa y trayéndome una silla para ponerla a su derecha.
Era media tarde, y juntos, sonreíamos a todos aquellos que pasaban ante
nosotros. Algunos nos devolvían la sonrisa y otros nos miraban como si
estuviéramos locos y quisiésemos reírnos de ellos. Hubo, incluso, quien se
molestó por nuestros gestos. Hubieron, también, quienes giraban la cabeza al
pasar por delante nuestro para no recibir nuestro pequeño regalo.
Al día siguiente quise volver
donde se encontraba aquel buen hombre, y la sorpresa que tuve, fue al darme
cuenta que había cuatro sillas más, a parte de la suya. Todas una al lado de la
otra. Con los minutos, aquellos asientos fueron ocupados por otros seres, que
como yo, querían compartir y acompañar a aquel buen hombre. A medida que
pasaban los días, la hilera de sillas era más larga. La gente se la llevaba de
su casa para poder sentarse y añadirse al grupo de aquel hombre que hacía una
sonrisa a todos los que pasaban por delante de él. Hubo un momento que éramos
tantos los que estábamos sentados allí que habíamos de ponernos en la calzada,
reduciendo los carriles de los coches a uno de solo. Cuando alguien pasaba por
allí, aunque fuera por la otra acera, cincuenta y seis sonrisas le eran
enviadas, de manera que, quien las recibía sentía la necesidad de hacer una
para todos nosotros.
Con los días, lo que fue un solo
hombre, se convirtió en una multitud, llegando a ser más de cien personas en
aquel lado de la calle, rodeando a un hombre dedicado a regalar un pequeño
gesto de amabilidad. Finalmente, los coches, les costaba circular por aquel
trozo de la calle, tomando la decisión de cambiar de ruta, de manera que por
allí ya solo circulaban bicicletas, alguna moto y los peatones. Un día, la
guardia municipal local decidió cortar aquella calle, ya para siempre,
convirtiéndola exclusivamente en peatonal.
La gente continuaba añadiéndose
al grupo, de manera que se llegó al punto que toda una acera de aquella calle
estaba llena de sillas “sonrientes”, y los transeúntes pasaban por la calzada y
la otra acera. Todos, absolutamente todos, fueron recibiendo una sonrisa de
todos aquellos que se encontraban al otro lado. La gente ahora nos miraba y nos
devolvía aquella sonrisa. Algunos repetían expresamente la experiencia porque
les hacía sentirse bien y acompañados.
Con el tiempo, no hubo vecino de
aquella población que no pasase, como mínimo, una vez al día por aquella calle
para recibir centenares de sonrisas que le hacían desde el otro lado.
Aquel lugar fue conocido más allá
de zona donde se encontraba, viniendo gente de todos los lugares para poder
vivir personalmente la experiencia de recibir tantas sonrisas a la vez. Era una
sensación maravillosa y de plenitud. Tenías la sensación que todos te
aceptaban, y te sonrían. Tú te sentías feliz y con una sensación de paz contigo
mismo. Aquella calle se llenó de una energía amorosa, no sentida hasta aquellos
momentos, por la gente de la población todos querían repetir la experiencia una
y otra vez.
Un día, al levantarme e ir a la
“calle de la sonrisa”, que fue como se bautizó a aquel lugar, estábamos todos
menos uno faltaba aquel hombre, que con su expresión bondadosa dedicó su tiempo
a aliviar el corazón de la gente a través del gesto que tan bien sabía hacer:
una sonrisa. Pregunté a los vecinos si sabían alguna cosa de él y me dijeron
que aquella misma noche murió y que una ambulancia vino a llevárselo. Todo el
pueblo se sintió triste por esta perdida. El viejo amable llegó a ser una llama
de bienestar y amabilidad para todos.
El día de su adiós, el lugar
donde se hizo, estaba repleto. Casi no cabían. En el entorno donde le
enterrarían estaba rodeado por centenares de sillas, y la gente continuaba
trayendo cada una la suya para hacerle el último homenaje. Cuando las cuerdas
fueron cediendo para bajar el féretro dentro de la fosa, todos a la vez,
hicimos una sonrisa, la última sonrisa para aquel hombre que hizo despertar los
corazones de todos nosotros. A continuación, y como si todos nos hubiésemos
puesto de acuerdo, sin hacerlo, cogimos nuestras sillas y nos dirigimos hacia
“la calle de las sonrisas”. Nos sentamos y empezamos a hacer aquello que
habíamos aprendido a hacer tan bien: una sonrisa a todos aquellos que cruzaban
por delante de nosotros. Los niños, jóvenes, padres y abuelos, todos nos
respondían con otra sonrisa.
La vida continuó en aquel pueblo.
Cada vez se añadían más gente. Ya no era aquel trozo de calle, sino toda ella.
Con el tiempo, supe que se
empezaron a hacer nuevos grupos en otras pueblos y ciudades. El mensaje era
bien claro:
“Haz una sonrisa para alegrar la vida de los demás. Te lo agradecerán. El
día será diferente, tanto para ellos, como para ti. Habrá valido la pena
vivirlo. “
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