domingo, 26 de julio de 2020

La Clave






-                Maestro, ¿cuál es la clave para la perfección? – preguntó un discípulo a su maestro.
-                La aceptación del presente – le respondió.
-                Pero maestro, el presente no siempre es positivo.
-                Aprende de él.
-                 A veces, no depende de mí aquello que me pasa – continuó diciendo el chico.
-                Pero vives, sientes y piensas ante cada hecho. Aquello que experimentas te fortalece y te abre las puertas de un mayor bien.
-                ¿Incluso cuando siento dolor por lo que vivo?
-                Entonces es cuando más se te ofrece la oportunidad de elevar tu alma.
-                ¿El padecer? – interrumpió el discípulo.
-                ¡No hijo! El darte cuenta que el sufrimiento que se vive está unido a una parte de ti. Abriendo la puerta de esta parte, liberarás parte de lo que te apega a la materia, y entonces tu espíritu se elevará.
-                Entonces, ¿es necesario sufrir para la Ascensión?
-                Es necesario desapegarse de todo lo que te rodea y acepta cada presente como un paso más hacia tu  iluminación. En ella verás la Luz de tu ser y el sentido de la Creación.
El discípulo quedó un rato pensativo y a continuación preguntó nuevamente al maestro:
-                ¡Maestro!, así ¿la aceptación es la llave de la felicidad?
-                Y el sentir a Dios en ti, porque tú eres parte de Él.
El viejo sabio dio media vuelta y dejó a su discípulo pensativo con las palabras que acababa de escuchar.
Mientras, el chico se quedó quieto y se sentó en una piedra del jardín en forma de asiento. Estando allí, reflexionó sobre las palabras de su tutor y se preguntó: ¿cómo puedo sentir a Dios en mí? A continuación como si del árbol más cercano viniera, una voz clara y firme le dijo:
-                Siente el Amor en ti y abre tu corazón.
El chico quedó en silencio. Cerró los ojos y dejó pasar el tiempo.
Por allí volvió a pasar nuevamente su maestro, viendo como unas lágrimas se deslizaban por la cara de su discípulo.
Por la tarde, se volvieron a encontrar y el maestro le preguntó:
-               ¿Has sentido a Dios en ti?
-               Maestro, después de separarnos me he puesto a reflexionar sobre lo que me has comentado, y haciéndolo, he sentido una voz que me decía que sintiera a Dios dentro de mí. He cerrado los ojos y he abierto el corazón, sintiendo entonces, el amor más puro, fuerte e incondicional nunca sentido. He visto una luz que me abrazaba y he sentido tanta ternura, protección, estimación, que me he puesto a llorar. Esta Luz me decía que ella era yo y que nunca he estado solo. No podía dejar de llorar, pero un lloro de amor y alegría, no de tristeza. (Después de un silencio, el chico continuó emocionado hablando al maestro): Yo no era yo. Yo era Dios. Sentía su fuerza, su paz y una comprensión ilimitada de todo lo creado. Yo era mucho más que lo que parezco ser. No sé cómo decirlo, maestro, pero era inmenso, poderoso, y una Luz serena, amorosa en su estado más puro.
-               ¿Qué has aprendido de esta experiencia?
-               Que yo no soy yo y todo está en su perfecto lugar – le respondió el discípulo.
-               ¿Y qué me dirías de tu vida? – preguntó el maestro.
-               Yo soy la vida eterna en perfecta armonía según la Voluntad Divina.
El maestro sonrió y le dijo:
-        Hijo, has abierto tu corazón y has sentido a Dios en ti. Que tus pasos recuerden que cada paso dado te llevará a ti, vivas lo que vivas.
Y dejó al chico solo. El joven le hizo una sonrisa, dio media vuelta y se marchó contento, sabiendo que lo que había pasado le había regalado una nueva vida a partir de ahora.
El maestro se giró y vio una gran luz radiante rodeando al chico lleno de vitalidad, alegría y con ansias de aprender. Seres amorosos le rodeaban en su caminar alegre y juguetón.








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